El País (Madrid.). 22/6/1887.
LA REDACCIÓN.
DIRECTOR:
REDACTORES. Rafael Ginard de la Rosa. Enrique Segovia Rocabertí. Félix González Llana. Pascual Millán. Manuel Curros y Enriquez (literario). Tomás Tuero. Ensebio Grado. Manuel G. Molina Martell. Ramón Caballero. Julio de la Roca. Manuel Tébar y Celaya. Francisco Alonso Granés. Eugenio Alonso Granés. Pedro García Ortega. Anselmo Lacasa. Juan P. de Zavala.
SALUDOS
AL JEFE
Cuando un partido derrotado, vencido, disperso, desalentado y sin esperanza tiene la rara fortuna de que en su seno surja inesperadamente un hombre político de vida acrisolada, que recoge la bandera, contiene a los que huyen, levanta a los que caen, reorganiza las huestes deshechas, y con ellas vuelve a hacer frente al enemigo, y proclama a raíz del vencimiento la guerra de la reconquista, ese hombre es forzosamente el Jefe de ese partido.
Y esa autoridad y ese prestigio crecen y se agigantan cuando el partido ve al Jefe en el destierro, sacrificando la familia y el hogar, los más bellos años de la juventud, su posición política en una lucha tenaz y constante, sin que le desalienten, ni el transcurso del tiempo, ni las calumnias, las emboscadas y los triunfos de los enemigos, ni las defecciones de los amigos, ni las continuas disidencias de los que debieran ayudarle en primer término, ni el odio con que le persiguen los que antes que él eran republicanos y más que él debieran procurar el advenimiento de la República.
Pasan los años y esa política del proscripto comienza a recoger sus frutos. Los que sólo apetecen los de la victoria definitiva, que tarda en llegar, le vuelven la espalda; los que creen que la política es algo más que el asalto de una despensa y que es un gran arte lleno de espirituales goces, que consisten en la oposición en dominar al enemigo con menores fuerzas, cada vez le admiran más y cada vez se adhieren con mayor entusiasmo a su persona y a su actitud.
Porque la monarquía tiene tres mil millones de presupuesto, cien mil soldados, quinientos generales, miles de jueces, esbirros y servidores, novecientos legisladores que votan en pro, el correo, el telégrafo, los ferrocarriles, las embajadas, y sin embargo, pierde el sueño y el apetito ante un hombre desterrado, a quien suponemos solo e impotente.
Cánovas es poderoso, tiene secuestrada, según dicen sus amigos, la prorrogativa, y, no obstante, no se atreve a provocar una crisis; Sagasta es gobierno, y para cambiar un ministro remueve tierra y cielo. Para producir una crisis total o parcial, para que caiga una situación y se levante otra, el Jefe de nuestro partido Don Manuel Ruiz Zorrilla no tiene que hacer en su destierro otra cosa que pronunciar una palabra. El, desde París, firma los decretos supremos. Su acción derriba a los gobiernos, su reposo los afirma.
A todo partido monárquico al subir al poder, al jurar en las regias manos, no se le pregunta su programa. Se le pregunta sencillamente: ¿Qué vas a hacer para aniquilar a Ruiz Zorrilla?
—Yo—dice Cánovas—le voy a combatir con el hierro, le voy a ahogar con la policía, le voy a aterrar con los fusilamientos.
—Yo—exclama Sagasta—le voy a disolver su partido, le voy a arrebatar sus amigos, le voy a sobornar con la clemencia.
Para subir al poder los liberales, amenazan con irse del lado de Ruiz Zarrilla; para subir los conservadores, alegan que las instituciones están indefensas contra Ruiz Zorrilla.
Un día el rey Alfonso tuvo miedo, tomó el tren y llegó a Berlín a hacer antesala al emperador Guillermo. Vistió el uniforme de hulanos y se enajenó las simpatías de Francia. Su gobierno cedió las Carolinas y se produjo una explosión de ira nacional aun no aplacada.
¿Habría ocurrido nada de esto tan favorable a la causa republicana sin la actitud de Ruiz Zorrilla?
¿Habrianse formulado nunca, bajo la monarquía borbónica, esas vagas promesas de sufragio universal, de leyes, de garantías, sin la intervención y sin la presión ejercida por el proscripto de París? ¿Habría pensado jamás ningún ministro de la Guerra en reformas militares sin el miedo a Ruiz Zorrilla?
He aquí cómo no se mueve una hoja en el árbol monárquico sin la voluntad de Ruiz Zorrilla.
No hay, pues, prestigio en nuestro país como el suyo. Su protesta consuela a la nación desposeída. Pocas veces le ha sido dado a un vencedor ejercer la influencia que ese gran vencido ejerce sobre la política de la monarquía.
La paz de España está y ha estado en sus manos poderosas, como la paz de Europa en las manos de Bismarck, sin los elementos de poder de éste.
Suprimid a Ruiz Zorrilla, y la política de nuestro país cambiará de frente en un solo día.
Un partido que tiene un Jefe de esas condiciones, un partido a quien la acción de su guía y de su caudillo hace temible, tiene forzosamente, si no está apoderado de instinto suicida, que prestarle todo su apoyo y todo su concurso. El buen sentido popular, expresándose por el órgano de nuestra Asamblea, le ha concedido un voto de confianza para lo futuro, un voto de gracias por lo pasado.
El primer saludo de EL PAÍS se consagra al Jefe. Su misión consistirá principalmente en afirmar, en extender, en acrecer la autoridad de un grande hombre, que, por modo tan poderoso, encarna una gran idea y una causa patriótica. Conservar esa inmensa fuerza motriz de toda la política nacional es un deber, no ya de los republicanos progresistas, sino de todos los republicanos españoles, en cuyo provecho, y no en el de un solo partido, nos arrastra impetuosamente a un glorioso porvenir.
A LOS REPUBLICANOS PROGRESISTAS
El partido nos conoce. Figuramos hace ya muchos años en su censo, y no tenemos para qué presentarle nuestra cédula de vecindad. Formamos o hemos formado parte de sus Asambleas, sus Juntas directivas, sus Comités, su Casino y sus periódicos, y a falta de otros títulos más brillantes, tenemos ante nuestros amigos los de la notoriedad de una consecuencia acrisolada por doce años de incesante adhesión.
No es EL PAÍS, como se ha dicho en la prensa, periódico que suceda o herede a ningún otro, ni represente ésta o la otra redacción extinguida.
EL PAÍS vuelve resueltamente la espalda al pasado y marcha fija la vista en lo futuro.
Si el azar o la simpatía han agrupado en torno de EL PAÍS a personas que colaboraron en otras empresas, no significa esto que pretendamos resucitar ni continuar su tradición; que fuera vano empeño el de encarnar en antiguos organismos, ya muertos, las aspiraciones, la actividad y el juvenil impulso de una nueva empresa viva.
En mucho tenemos las pasadas y gloriosas campañas de los periódicos de nuestro partido. A cada instante las recordamos. En este momento, que es el primero de nuestras tareas, en el silencio de esta media noche, precursora del primer día de EL PAÍS, llenan nuestra memoria con ecos simpáticos, con reminiscencias animadoras, a la manera de esos relatos de antiguas campañas, que en la noche del vivac, en espera del alba y del primer combate, inflaman la fantasía, calientan el corazón y despiertan heroicas emulaciones vigorosas en el ánimo de los soldados bisoños.
Sí; aquéllos periódicos, órganos de nuestro partido, son nuestros antepasados. Algunos de nosotros sienten aún no cicatrizadas las honrosas heridas que bajo sus banderas recibieron en prisiones y destierros. Otros, todavía más infortunados, perdieron en la empresa la razón o la salud, y hacia ellos se vuelven nuestros ojos llenos de lágrimas y a ellos se dirige nuestra voz vibrante de consuelo y de simpatía. Algunos colaboran en la misma obra en estos momentos, en la redacción de El Pueblo, y para ellos tenemos un franco y cordial abrazo y el deseo vivísimo de marchar a su lado en las futuras campañas.
Seguramente que por grande que sea nuestro esfuerzo no llegaremos nunca adonde aquéllas bizarras redacciones llegaron; pero si las envidiamos, no queremos para nosotros sus glorias por inmerecidas. Fueron la resultante de acciones colectivas que ya se desvanecieron y que no volverán a formarse, que no sea por modo artificial y momentáneo.
Descansen, pues, en paz los bravos colegas del partido, y no les inquiete en la tumba la idea de que nuestras profanas y no tan briosas manos usan sus armas y llevan a las nuevas luchas su representación, su nombre y su bandera. La nuestra flota en las alturas de la Asamblea Soberana, y lleva escritos, a manera de programa, sus últimos acuerdos de justa, enérgica y constante oposición a los detentadores de la Soberanía nacional.
Somos, como nuestro partido, una máquina de guerra; pero, como nuestro partido, por amor a la paz. La paz es buena, pero la justicia es mejor; y allí donde la justicia está desconocida y el derecho hollado, la guerra se impone fatalmente. En la sociedad civil, la corrección de las infracciones del derecho compete a los tribunales; en la sociedad política, a los partidos; y las sentencias de los tribunales y de los partidos son cosa vana y sin valor cuando unos y otros carecen de medios coercitivos. El Juez tiene la balanza, pero también tiene la espada. Los partidos a veces, ante ciertos atropellos y violencias de la fuerza bruta, sienten la necesidad de algo que no es precisamente el voto.
A LOS MEJORES
A los desterrados, a los prisioneros, a los muertos, porque ellos son los mejores.
Los buenos nos contentamos con propagar el ideal, con defender el programa, con organizar el partido, con escribir el periódico, con extender la influencia, con jurar sobre el altar, con predicar la concordia, con alentar la esperanza. Hacemos bastante.
Los mejores abandonan la patria, pierden su carrera, se condenan a la miseria, sacrifican su hogar, se divorcian de la esposa, olvidan que tienen hijos, entregan las manos a las cadenas, el cuello a los verdugos. Hacen más.
Lo que hacen los buenos, es muy bueno. Lo que hacen los mejores, es mucho mejor. Por eso nunca harán bastante los buenos en favor de los mejores.
A TODOS LOS REPUBLICANOS
Doloroso es que ante un enemigo común no estén unidos todos los republicanos. Hubiera convenido quizá; pero cuando no es así, sin duda es que no ha llegado el momento.
Porque llegará seguramente. Hoy, vencidos, fraternizamos en la coalición y fuera de la coalición. Vencedores mañana, la necesidad nos arrojará a los unos en brazos de los otros y formaremos una sola familia, siquiera el tiempo preciso para la construcción y la segu
«El día tres de Enero
Calatrava y Bailen
salieron pronunciados
de Ocaña y Aranjuez.»
Inmediatamente contestaron en otro grupo:
«Con Prim a la cabeza
y el brigadier Miláns,
Calatrava y Bailen
a la victoria irán.»
Los aplausos y los vivas fueron estrepitosos; la alegría, sin embargo, fue poco duradera.
De Lagunero nada se sabía, y del coronel D. Eustaquio Díaz de Rada—el que después ha sido general de D. Carlos—se sabía ciertamente que por tercera vez había faltado a sus compromisos, abusando de la lealtad de don Juan Prim. El movimiento fracasaba, y tropas del gobierno avanzaban sobre Villarejo; Prim arengó brevemente a los suyos, y sin abandonarle uno solo, marcharon todos, en orden de parada, por la carretera de Valencia, atravesando el Tajo por Fuentidueña.
La vuelta a nuestro pueblo fue triste; pero Prim había dicho: ¡hasta otra! y era preciso confiar en la revancha.
Para tomarla completa se alzó en armas el pueblo de Madrid en las primeras horas del 22 de Junio. El prólogo, aunque triste, no había sido sangriento el drama alcanzó proporciones de tragedia.
¡Qué pavor en nuestro colegio de la calle del Olivar cuando nos despertó el estrépito de los preparativos de la lucha! Al fin, la curiosidad pudo más que el temor, y los internos nos asomamos a los balcones, viendo desde ellos a los combatientes que de los barrios bajos subían a las barricadas del centro. El entusiasmo era en todos igual; el armamento, por el contrario, de lo más heterogéneo que he visto en mi vida. Cerca del colegio, en la esquina. de la calle de la Magdalena, levantaban una barricada; un carro cargado de piedra cerraba por aquella parte la calle del Olivar, defendiéndola de los ataques que se esperaban por la de Cañizares; el interior de la barricada era un espeso terraplén de arena; no había bandera, pero sí el cartel de: PENA DE MUERTE AL LADRÓN.
Los defensores eran todos paisanos; entre ellos algunos industriales bien acomodados. Dando al director del establecimiento (canónigo y jesuita) toda clase de seguridades de no ser molestado ni en su hacienda ni en su persona, le rogaron mantuviese franca la puerta, porque en el patio había fuente y esperaban consumir mucha agua, pues estaban dispuestos a sostenerse todo el tiempo que humanamente pudieran. El tío Perico, el tabernero de enfrente, nos enseñaba satisfecho un descomunal trabuco. En el ánimo de todos estaba la idea del triunfo. Prim—decían—habrá llegado ya y estará con nosotros.—Desgraciadamente, Prim no había podido salir de Valencia.
Cuando el fuego se generalizó, los colegiales, por temor al cañoneo, fuimos llevados al gimnasio, en los sótanos que daban a la calle de la Cabeza. Desde una de las rejas al nivel del suelo, vimos caer a un pobre albañil atravesado un muslo por una bala; el infeliz salió de su casa con propósito de trabajar, no de combatir, porque no era de los iniciados, y uno de los defensores de Isabel II, aunque le vio inerme, le descerrajó un tiro.
Nuestra barricada se defendía con tesón; no sé cuántas acometidas de la tropa rechazó valerosamente sin desmayar un sólo instante. Los que a intervalos entraban en el colegio a aplacar la sed para volver con nuevos bríos a la lucha, nos contaban sus peripecias; el general Hoyos, si no recuerdo mal, había perdido un caballo. Del centro llegaban contradictorias noticias; uno nombró a Sagasta. Yo, que le admiraba inconscientemente, reflejándose en mis borrosos sentimientos los de mi padre, me le imaginaba a la cabeza del movimiento, en pie sobre una barricada, envuelto por atmósfera de fuego, como un héroe digno de ser inmortalizado por Víctor Hugo, ¡Yo recé aquel día por el actual presidente del Consejo de ministros! Familiarizado con su nombre, hubiera sentido sus desgracias como propias. La Iberia era entonces algo así como, la Biblia progresista, y los que en sus columnas habíamos aprendido a deletrear la palabra libertad, no teníamos a Sagasta en menos que a Moisés.
Triunfó el gobierno en toda la linea; los de la barricada, acometidos por todas direcciones, tuvieron que abandonarla, salvándose cada cual cómo pudo. La del 22 de Junio fue la noche triste de la revolución.
Los fusilamientos que siguieron a tan luctuosa jornada, aquellos sacrificios humanos tan gratos a la institución secular, deshonraron la victoria. ¡Pobres sargentos! Allá, a la izquierda del paseo del Obelisco, en un erial que es hoy frondoso jardín, junto a las tapias de La Chilena (Villa Olea) cayeron exánimes, y el estampido de las descargas sonó en la plaza de Oriente como la más armoniosa de las melodías rosinianas.
¡Cuántas veces, al pasar por aquel sitio fúnebre, se atropellaron juntas en mis labios las plegarias y las maldiciones! ¡Pobres sargentos del 22 de Junio! El mismo que con sus cantos de sirena os sacó de los cuarteles, el que en el año 66 tachaba a Ruiz Zorrilla de revolucionario tibio, el que aconsejaba ir a la revolución por cualquier camino, prefiriendo echar por el atajo, Sagasta, en fin, en holocausto a vuestra memoria, al ser por segunda vez primer ministro de la restauración borbónica, disuelve la benemérita clase de quien fió su triunfo, suprimiéndola por sorpresa y a la serdina, como si temiese que un día los compañeros de aquellos mártires pudierais pedirle cuenta de aquellas vidas estérilmente sacrificadas.
El 22 de Junio ¡Qué triste aniversario! Los que fueron ídolos populares, desertores de la causa del pueblo; los que habían jurado no ir al regio alcázar sino sobre las cureñas de los cañones, hoy entran en él, saludados por la guardia, en carruajes que la nación costea, a prostenarse ante aquel trono, objeto de sus rencores. Al honroso uniforme del soldado de la revolución han preferido la librea de los domésticos palatinos. El 22 de Junio de 1866 eran ciudadanos. El 22 de Junio de 1887, a los veintiún años de aquel drama, se pavonean con el disfraz de cortesanos. No envidiemos su presente y compadezcamos su porvenir. No envidiemos tampoco a la restauración; tiene, en efecto, numerosos cortesanos; pero no puede decir como la revolución: ¡Yo tengo un hombre!
E. SEGOVIA ROCABERTÍ.